Perdí la vida en el asfalto, por varias puñaladas. Pero yo ya había estado muerta.
Empecé a salir con Carlos con quince años, en unas fiestas del barrio, pero se puede decir que ya nos conocíamos de toda la vida. Él tenía diecinueve. Tuvimos un noviazgo largo, normal. Noviazgo de salidas al cine, a la playa, algunos regalos... salpicado por alguna pelea discotequera de fin de semana originada porque algún chico me hubiera mirado quizá más de la cuenta. Eran cosas normales, Carlos me quería mucho e incluso me hacía sentir importante algún incidente como aquellos. Me quería tanto que era capaz de pelearse por mí. La culpa la tenía aquella falda que a él no le gustaba y que dejé de ponerme.
Fui una niña feliz y una adolescente normal. Con mis amigas y mis amigos. Aunque la mayoría los fui perdiendo con el paso de los años después de terminar la secundaria conservé algunas buenas amistades. Cada uno vamos haciendo nuestro camino, vamos teniendo nuestras relaciones, vamos y venimos. Tampoco me hacía falta más, estaba muy enamorada. Pronto empecé a trabajar en un supermercado y así gané nuevas amistades y estabilidad suficiente para empezar a pensar en un futuro serio con Carlos. Comprar un piso y casarnos, era lo que tocaba. Él trabajaba en la construcción, era buen profesional. Ilusionados empezamos a preparar el gran día y nuestro hogar y así llegó la boda. Con la felicidad de mi madre,mi hermano y mi hermana, la nuestra, la de nuestros amigos... mi padre siempre vio con un punto de desconfianza mi relación pero también vivió emocionado aquel día.
Carlos tenía un carácter con el que fácilmente se venía abajo e infinidad de veces tuve que animarlo ante días que se le hubieran hecho complicados. Mi amistad con Rubén, compañero de trabajo lo hizo venirse abajo alguna ocasión. Celoso, llegaba a pensar que yo quisiera irme con Rubén y luego lloraba arrepentido por la escena de celos. A mi me daba ternura su inseguridad, nos queríamos y era una locura pensar que algo pudiera cambiar nuestra relación. Nos queríamos.
Algunas noches Carlos bebía un poco más de la cuenta y su inseguridad se transformaba en violencia verbal. Tampoco era ilógico, trabajaba mucho y al llegar a casa yo también estaba muy cansada y no siempre tenía lo que debía así que decidimos que sería mejor que yo me dedicara sólo a la casa.
No sé por qué vino la primera bofetada, no sé qué hice...
Siempre conseguía suavizar la verdadera naturaleza de sus actos, siempre le perdonaba...
Perdí mi libertad y mi dignidad en el pasillo, una noche en la que busqué en sus ojos furiosos al hombre que me enamoró. No lo encontré nunca más. Mi marido quiso violarme en el suelo, empujándome con fuerza, manoseándome y no conseguirlo le puso más loco aún... Son tantos los episodios horribles. Los golpes. Las palabras más feas y dolorosas si cabe que las manos. Y aún quedaban resquicios de amor, de obsesión, no lo sé.
Gracias a mi familia empecé a entender que la culpa nunca la tuvimos ni la falda ni yo.
El día que me mató llevábamos tres años separados y yo ya había descubierto lo que era el amor de verdad. Pensé que nunca podría querer, que nunca podrían quererme después de estar tan sucia. Me mató pensando que era suya y en realidad nunca lo fui, menos en aquel momento, gestando mi primer hijo sin que nadie lo supiera aún.
Empecé a salir con Carlos con quince años, en unas fiestas del barrio, pero se puede decir que ya nos conocíamos de toda la vida. Él tenía diecinueve. Tuvimos un noviazgo largo, normal. Noviazgo de salidas al cine, a la playa, algunos regalos... salpicado por alguna pelea discotequera de fin de semana originada porque algún chico me hubiera mirado quizá más de la cuenta. Eran cosas normales, Carlos me quería mucho e incluso me hacía sentir importante algún incidente como aquellos. Me quería tanto que era capaz de pelearse por mí. La culpa la tenía aquella falda que a él no le gustaba y que dejé de ponerme.
Fui una niña feliz y una adolescente normal. Con mis amigas y mis amigos. Aunque la mayoría los fui perdiendo con el paso de los años después de terminar la secundaria conservé algunas buenas amistades. Cada uno vamos haciendo nuestro camino, vamos teniendo nuestras relaciones, vamos y venimos. Tampoco me hacía falta más, estaba muy enamorada. Pronto empecé a trabajar en un supermercado y así gané nuevas amistades y estabilidad suficiente para empezar a pensar en un futuro serio con Carlos. Comprar un piso y casarnos, era lo que tocaba. Él trabajaba en la construcción, era buen profesional. Ilusionados empezamos a preparar el gran día y nuestro hogar y así llegó la boda. Con la felicidad de mi madre,mi hermano y mi hermana, la nuestra, la de nuestros amigos... mi padre siempre vio con un punto de desconfianza mi relación pero también vivió emocionado aquel día.
Carlos tenía un carácter con el que fácilmente se venía abajo e infinidad de veces tuve que animarlo ante días que se le hubieran hecho complicados. Mi amistad con Rubén, compañero de trabajo lo hizo venirse abajo alguna ocasión. Celoso, llegaba a pensar que yo quisiera irme con Rubén y luego lloraba arrepentido por la escena de celos. A mi me daba ternura su inseguridad, nos queríamos y era una locura pensar que algo pudiera cambiar nuestra relación. Nos queríamos.
Algunas noches Carlos bebía un poco más de la cuenta y su inseguridad se transformaba en violencia verbal. Tampoco era ilógico, trabajaba mucho y al llegar a casa yo también estaba muy cansada y no siempre tenía lo que debía así que decidimos que sería mejor que yo me dedicara sólo a la casa.
No sé por qué vino la primera bofetada, no sé qué hice...
Siempre conseguía suavizar la verdadera naturaleza de sus actos, siempre le perdonaba...
Perdí mi libertad y mi dignidad en el pasillo, una noche en la que busqué en sus ojos furiosos al hombre que me enamoró. No lo encontré nunca más. Mi marido quiso violarme en el suelo, empujándome con fuerza, manoseándome y no conseguirlo le puso más loco aún... Son tantos los episodios horribles. Los golpes. Las palabras más feas y dolorosas si cabe que las manos. Y aún quedaban resquicios de amor, de obsesión, no lo sé.
Gracias a mi familia empecé a entender que la culpa nunca la tuvimos ni la falda ni yo.
El día que me mató llevábamos tres años separados y yo ya había descubierto lo que era el amor de verdad. Pensé que nunca podría querer, que nunca podrían quererme después de estar tan sucia. Me mató pensando que era suya y en realidad nunca lo fui, menos en aquel momento, gestando mi primer hijo sin que nadie lo supiera aún.
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